sábado, 19 de noviembre de 2011

Cuatro son Multitud

En la oscuridad de la despensa, todo se ve más claro... sí, no estás loca, eres tu, la misma de siempre... trabajas en un restaurante y te encanta. siempre has tenido una sensibilidad olfativa y un gusto exquisito.
Ya de pequeña, cuando te tocaba comer en el colegio todos los días, escondías en servilletas los trocitos de hamburguesa que detestabas, y los tirabas discretamente en la papelera del patio. Nunca te gustó el eneldo, y se empeñaban en poner un poco en las hamburguesas.

Con el tiempo tus habilidades se fueron refinando, y ahora eres capaz de distinguir cientos de vinos sólo con olerlos y mojarte los labios. Y lo mejor, sabes combinar vinos y platos a la perfección. Y por eso te han contratado en uno de los mejores restaurantes de Buenos Aires, el Prado. Y por eso llegas tarde todas las noches a casa, donde te espera Tomás, ya cansado, para darte un beso de buenas noches. Le quieres mucho. Y él a ti.

Tu vida discurre tranquila en la calma de las bodegas, en el ajetreo de la cocina, probando delicias a diario y siendo reconocida como el secreto de la estrella M. del Prado.

Todo está bien. Todo está bien...Todo estaba bien.

Ayer todo cambió. Y sólo el silencio del fondo de la despensa y el holor a musgo que sube de aquel rinconcito húmedo te acompañan. No entiendes por qué pasó.

Era tarde, ya te ibas!! y de pronto se te ocurrió mirar si el Moët Chandon estaba preparado para la comida del concejal del día siguiente. Y allí estaban. Jorge, con sus brazos fuertes, su torso imponente, su mirada intensa, la tez brillante de calor y Julia, con su exuberacia, su piel canela, su sonrisa de ninfa, vibrante, entregada. sin gorros de cocina, sin delantales, ni cintas, ni complejos. Sin nada. Sólo ellos y una botella de Veuve Clicot.

Y notaste el rubor en el cuello y las mejillas, y el pulso acelerado y la mirada fija, de pronto sosteniendo la suya. Inmóbil.

I saliste corriendo, escleras arriba, lejos, muy lejos!!

Pero sólo en tu mente. Los pies no respondieron, pesaban centenares de quilos, eran mármol esculpido, fríos, estáticos.

Y entonces ocurrió. Cuatro manos hábiles, rápidas, silenciosas, dejaban tu piel y tu alma al descubierto, en un segundo el champán llenaba tus sentidos, y adormecía tu mente. Y tu cuerpo respondía hábil a cada gesto. Y sólo veías y tocabas y sentías. Y disfrutabas.

Y llegaste tarde del trabajo. Y saludaste a Tomás, ya cansado, que te esperaba para darte un beso de buenas noches y un cálido abrazo.

Pero tú sólo olías a Jorge en tus manos, y a Julia en las sábanas y a ti saboreando el mejor vino de tu vida.

Y ahora entiendes por qué. Tienes todos los sentidos. Menos el común.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Telaraña

Puede que alguna vez os hayáis sentido atrapadas en una telaraña. Es una sensación extraña. Alguien se ha dedicado a tejer y tejer con su sumo cuidado una trampa de la que es difícil escapar y a la que estás enganchada. Cuanto más cerca estás del centro más complicada es la huída.

Sabes que te equivocas al pensar que eres la única que pretende llegar ahí. La araña te ha hecho creer que al final está todo lo que buscas y aprovecha tu más mínima debilidad para hacerte sentir única: -¿Recuerdas cuando…?- Tiene razón Michel… estás muy guapa. - ¿Desde que tú no estás no es lo mismo?.

Y, entonces, idealizas porque te está regalando los oídos y aunque sabes que te estás exponiendo juegas con la intención de llegar al centro. Intentas mantenerte cauta para no dejar entrever tu euforia pero una foto te delata. Estás radiante y todo el mundo lo ve.

Un mensaje te remata. Piensas que esta vez hay algo distinto. Durante una semana, tramas la manera de volver al centro de la telaraña. Te toca a ti tejer si quieres llegar al objetivo pero al final no haces nada porque el hilo cada vez es más largo y la recompensa ambigua.

Al cabo de unos días, descubres que una buena amiga ha sido atrapada en la misma telaraña y piensas que eres estúpida y que no hay nada especial. Te está utilizando. Si de veras quisiera que llegases al centro, se hubiera manifestado en todo este tiempo. No ha sido el caso.

A decir verdad, las arañas no me dan asco pero cuanto más lejos estén mejor.

lunes, 7 de noviembre de 2011

El profesor

Estábamos en el último trimestre, volvía la primavera, la luz, la alegría y las ganas irrefrenables de que llegase el verano.


La clase de matemáticas era igual de aburrida que siempre. Iba aprobando, a base de memorizar fórmulas y tipologías de ejercicios, y repetirlas en cada exámen, sin encontrar ningún gusto a entender las abstracciones que se escondían detrás de esas letras griegas misteriosas, y que seguro que ayudaban a otros a entender la realidad, e incluso a cambiar el mundo, a su manera.






Claudia, desde el pupitre de atrás me volvía a pedir el tippex, y yo le dejaba aquél plastico rojo y ya abollado, lleno de tinta blanca que lo dejaba todo hecho un pringue, Alberto desde la última fila hablaba sin parar, callándo oportunamente cuando el profesor Daniel se giraba. Y Mónica, desde la primera fila, no dejaba de cambiar de color los bolígrafos, destacando lo más relevante con el rojo, cambiando al verde para los ejemplos, y encuadrando meticulosamente con la regla las fórmulas más importantes.



Y justo delante Ana seguía como siempre, mirando ligeramente a la derecha. Ignorando totalmente cualquier oportunidad de aprendizaje académico, absorta, en cambio, en cada gesto de Miguel, grabando cada milímetro de su pelo, su brazo, de sus manos, de sus ojos, de su rostro.



Y la envidiaba. Aquella adoración, aquella admiración, aquella entrega absoluta, ... Ana me había contado como en la última excursión a la Colonia Industrial, compartió un viaje de vuelta sentada a su lado. Y cómo desde ese día todo había cambiado para ella. Estaba perdidamente enamorada.


Y yo la envidiaba.


El verano estaba cada vez más próximo, pero ese día, ese 8 de Mayo diluviaba. La lluvia repicaba fuerte contra los ventanales, y la mítica grieta al lado de pizarra destilaba gotitas como un improvisado arroyo en medio de la pared. Y los fluorescentes, crepitaron y parpadearon y finalmente se apagaron.




Gritos, jaleo, risas, y finalemente Daniel, el Profesor, que interviene con tranquilidad y dice que podemos irnos antes a casa, que la clase se da por acabada.



Recojo como puedo, igual que todos, y salimos apresurados, escaleras abajo. Pero esta vez, mi habitual ímpetu sólo me sirve para resbalar en la mezcla de serrín y agua. Fiiiiuuuu, vuelo por un segundo, y luego Plas!, de culo al suelo! Y lo peor, mi tobillo me quema, se hincha, primero rojo, luego toma un color azulado.


Nuria, Amaya y Eve logran levantarme, y entre abrazos, sollozos por el susto y las risas de algun que otro graciosillo y me llevan al banquito de la entrada. Les pido que busquen a la enfermera, me duele mucho el tobillo. Al rato aparece Eve anunciando resuelta que ya se ha ido. Nos miramos absortas, una vida entera estudiando no nos da respuestas rápidas ahora. Ellas deben irse con el autocar, si lo pierden no llegarán a casa. Yo vivo en el centro... tal vez podría llegar andando... aish... silencio





Y en ese momento Daniel aparece despreocupado, bajando las escaleras. Mira el panorama, se fija en mi tobillo, y para cuando ha llegado al último peldaño ya les dice a ellas que se vayan tranquilas, y a mí que me acompaña a casa en su coche. Su mirada benevolente me parece la del ángel de la función de navidad.


Y así, sin darme cuenta, cuando menos lo esperaba, no sé si en la calle Pedrálbez o en la Avenida de Irlanda, o tal vez en ese semáforo de la Plaza del Centro, me encuentro extrañamente a gusto, charlando distraída, riéndome con cada comentario, conectando en cada pensamiento.



Y desde ese día, en clase de Matemáticas, me descubro a mi misma ignorando totalmente cualquier oportunidad de aprendizaje académico, absorta, en cambio, en cada gesto de Daniel, yo no grabo cada milímetro de su pelo, su brazo, de sus manos, de sus ojos, de su rostro. Pero sí de sus comentarios, sus risas, sus miradas y sus razonamientos, y con ello me siento feliz.