lunes, 7 de noviembre de 2011

El profesor

Estábamos en el último trimestre, volvía la primavera, la luz, la alegría y las ganas irrefrenables de que llegase el verano.


La clase de matemáticas era igual de aburrida que siempre. Iba aprobando, a base de memorizar fórmulas y tipologías de ejercicios, y repetirlas en cada exámen, sin encontrar ningún gusto a entender las abstracciones que se escondían detrás de esas letras griegas misteriosas, y que seguro que ayudaban a otros a entender la realidad, e incluso a cambiar el mundo, a su manera.






Claudia, desde el pupitre de atrás me volvía a pedir el tippex, y yo le dejaba aquél plastico rojo y ya abollado, lleno de tinta blanca que lo dejaba todo hecho un pringue, Alberto desde la última fila hablaba sin parar, callándo oportunamente cuando el profesor Daniel se giraba. Y Mónica, desde la primera fila, no dejaba de cambiar de color los bolígrafos, destacando lo más relevante con el rojo, cambiando al verde para los ejemplos, y encuadrando meticulosamente con la regla las fórmulas más importantes.



Y justo delante Ana seguía como siempre, mirando ligeramente a la derecha. Ignorando totalmente cualquier oportunidad de aprendizaje académico, absorta, en cambio, en cada gesto de Miguel, grabando cada milímetro de su pelo, su brazo, de sus manos, de sus ojos, de su rostro.



Y la envidiaba. Aquella adoración, aquella admiración, aquella entrega absoluta, ... Ana me había contado como en la última excursión a la Colonia Industrial, compartió un viaje de vuelta sentada a su lado. Y cómo desde ese día todo había cambiado para ella. Estaba perdidamente enamorada.


Y yo la envidiaba.


El verano estaba cada vez más próximo, pero ese día, ese 8 de Mayo diluviaba. La lluvia repicaba fuerte contra los ventanales, y la mítica grieta al lado de pizarra destilaba gotitas como un improvisado arroyo en medio de la pared. Y los fluorescentes, crepitaron y parpadearon y finalmente se apagaron.




Gritos, jaleo, risas, y finalemente Daniel, el Profesor, que interviene con tranquilidad y dice que podemos irnos antes a casa, que la clase se da por acabada.



Recojo como puedo, igual que todos, y salimos apresurados, escaleras abajo. Pero esta vez, mi habitual ímpetu sólo me sirve para resbalar en la mezcla de serrín y agua. Fiiiiuuuu, vuelo por un segundo, y luego Plas!, de culo al suelo! Y lo peor, mi tobillo me quema, se hincha, primero rojo, luego toma un color azulado.


Nuria, Amaya y Eve logran levantarme, y entre abrazos, sollozos por el susto y las risas de algun que otro graciosillo y me llevan al banquito de la entrada. Les pido que busquen a la enfermera, me duele mucho el tobillo. Al rato aparece Eve anunciando resuelta que ya se ha ido. Nos miramos absortas, una vida entera estudiando no nos da respuestas rápidas ahora. Ellas deben irse con el autocar, si lo pierden no llegarán a casa. Yo vivo en el centro... tal vez podría llegar andando... aish... silencio





Y en ese momento Daniel aparece despreocupado, bajando las escaleras. Mira el panorama, se fija en mi tobillo, y para cuando ha llegado al último peldaño ya les dice a ellas que se vayan tranquilas, y a mí que me acompaña a casa en su coche. Su mirada benevolente me parece la del ángel de la función de navidad.


Y así, sin darme cuenta, cuando menos lo esperaba, no sé si en la calle Pedrálbez o en la Avenida de Irlanda, o tal vez en ese semáforo de la Plaza del Centro, me encuentro extrañamente a gusto, charlando distraída, riéndome con cada comentario, conectando en cada pensamiento.



Y desde ese día, en clase de Matemáticas, me descubro a mi misma ignorando totalmente cualquier oportunidad de aprendizaje académico, absorta, en cambio, en cada gesto de Daniel, yo no grabo cada milímetro de su pelo, su brazo, de sus manos, de sus ojos, de su rostro. Pero sí de sus comentarios, sus risas, sus miradas y sus razonamientos, y con ello me siento feliz.

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